sábado, 20 de junio de 2015

Lecciones básicas para una democracia infantil


Una definición simple de la “democracia” es aquella que nos legaron los griegos, donde se afirma que “es un sistema político que defiende la soberanía del pueblo y el derecho del pueblo a elegir y controlar a sus gobernantes.” También en nuestros referentes comprendemos por democracia la definición que heredamos de Abrahán Lincoln, quien afirmó -antes de la cruenta Batalla de Gettysburg durante la Guerra Civil Estadounidense- “el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo no desaparecerá de la Tierra”.
Máximas políticas que en el papel tienen coherencia. Sin embargo, a la hora de confrontar su contenido teórico en la práctica social las ideas se tornan difusas. En ese sentido, es importante preguntarnos, ¿quién es el pueblo? Las respuestas a esta interrogante son variadas, pero todos coinciden que representa la mayoría y, en mi particular visión, es amorfa y sin poder real.  Aunque el modelo democrático le confiera el derecho de elegir y ser electo a través del voto, por lo cual tiene poder en apariencia.
En ese afán, le comparto que, hace algunos años, en un ejercicio teórico con mis hijo/as cuando eran pequeños, yo les plateaba el tema del voto. Por ejemplo, teníamos la opción de comprar un galón de helado, pero en su momento había diferencias entre ellos; una quería de fresa y otros de chocolate. Ante tal situación, con un dejo de ironía, ideé un sistema de votación. Les dije, bueno, piensen un número de uno a diez; guardé unos segundos de silencio para hacer solemne el acto, luego les pedí que cada cual me expresara su opinión, dijera su número. Niños y tal, ingenuos, compartieron su decisión; uno dijo 3, la otra 7 y la más pequeña 5; me les quedé viendo -muy serio- y les expuse que el número ganador era 9,  por lo cual íbamos a comprar helado de vainilla. Hubo protesta infantil, por lo que, para no causar trauma a mis hijo/as, compré -en esa ocasión- un litro de fresa, uno de chocolate y todo resuelto.
El anterior ejemplo, querido lector/a, me da causa para burlarme con mayúsculas de la democracia participativa y particularmente de los políticos arribistas y corruptos que juegan al desafío sucio de las elecciones. Por ejemplo, en la actualidad, tenemos tres candidatos “mal ladrón”, “princesa torcida” y “babucho galán”.  De los tres contendientes no hacemos uno con calidad; pero más allá de sus pobres cualidades como estadistas, lo importante radica en quién define el poder. Obvio, no es el pueblo. Porque se podrá marcar diez o veinte millones de papeletas que no tienen sentido. La sumatoria de votos no otorga el poder e ingenuo aquel que lo crea. Para aseverar tal sentencia, les recuerdo mi ejemplo de democracia infantil con mis hijo/as, yo era el poder omnímodo que podía decidir arbitrariamente quién ganaba o perdía. Entonces, “respetado/a lector-pueblo” no es usted quien decidirá sobre el o la candidata en cuestión para que sea su gobernante.
El poder real, los poderes fácticos de la actualidad y sus intereses en componenda con las otras fuerzas sociales, que no es el pueblo, -insisto- entran en comunión para obtener un gobierno que los beneficie. Entre esos poderes reales está el sistema financiero mundial, la red de narcotráfico y el control social que ejerce el consumo de sustancias que alteran los estados de la mente y otros; quienes juegan con los oponentes a la contienda electoral para ver cómo se acomodan sus intereses, no los del pueblo.   
Con los años mis hijo/as crecieron, en otra ocasión les propuse la misma mecánica, ellos rieron y me dijeron, que por lo menos debía anotar el número ganador en un papel. Con más sagacidad les contesté que no tenía sentido, porque si no había recursos para comprar el helado, para que hacer elecciones. Acá dejo una lección básica para una democracia infantil, donde no tiene razón el voto. #noalvoto.



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