Una definición
simple de la “democracia” es aquella que nos legaron los griegos, donde se afirma
que “es un sistema político que defiende la soberanía del pueblo y el derecho
del pueblo a elegir y controlar a sus gobernantes.” También en nuestros
referentes comprendemos por democracia la definición que heredamos de Abrahán Lincoln,
quien afirmó -antes de la cruenta Batalla de Gettysburg durante la Guerra Civil
Estadounidense- “el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo no
desaparecerá de la Tierra”.
Máximas
políticas que en el papel tienen coherencia. Sin embargo, a la hora de
confrontar su contenido teórico en la práctica social las ideas se tornan
difusas. En ese sentido, es importante preguntarnos, ¿quién es el pueblo? Las
respuestas a esta interrogante son variadas, pero todos coinciden que
representa la mayoría y, en mi particular visión, es amorfa y sin poder
real. Aunque el modelo democrático le
confiera el derecho de elegir y ser electo a través del voto, por lo cual tiene
poder en apariencia.
En ese afán, le
comparto que, hace algunos años, en un ejercicio teórico con mis hijo/as cuando
eran pequeños, yo les plateaba el tema del voto. Por ejemplo, teníamos la
opción de comprar un galón de helado, pero en su momento había diferencias
entre ellos; una quería de fresa y otros de chocolate. Ante tal situación, con
un dejo de ironía, ideé un sistema de votación. Les dije, bueno, piensen un
número de uno a diez; guardé unos segundos de silencio para hacer solemne el
acto, luego les pedí que cada cual me expresara su opinión, dijera su número.
Niños y tal, ingenuos, compartieron su decisión; uno dijo 3, la otra 7 y la más
pequeña 5; me les quedé viendo -muy serio- y les expuse que el número ganador
era 9, por lo cual íbamos a comprar
helado de vainilla. Hubo protesta infantil, por lo que, para no causar trauma a
mis hijo/as, compré -en esa ocasión- un litro de fresa, uno de chocolate y todo
resuelto.
El anterior
ejemplo, querido lector/a, me da causa para burlarme con mayúsculas de la
democracia participativa y particularmente de los políticos arribistas y
corruptos que juegan al desafío sucio de las elecciones. Por ejemplo, en la
actualidad, tenemos tres candidatos “mal ladrón”, “princesa torcida” y “babucho
galán”. De los tres contendientes no
hacemos uno con calidad; pero más allá de sus pobres cualidades como
estadistas, lo importante radica en quién define el poder. Obvio, no es el
pueblo. Porque se podrá marcar diez o veinte millones de papeletas que no
tienen sentido. La sumatoria de votos no otorga el poder e ingenuo aquel que lo
crea. Para aseverar tal sentencia, les recuerdo mi ejemplo de democracia
infantil con mis hijo/as, yo era el poder omnímodo que podía decidir
arbitrariamente quién ganaba o perdía. Entonces, “respetado/a lector-pueblo” no
es usted quien decidirá sobre el o la candidata en cuestión para que sea su
gobernante.
El poder real,
los poderes fácticos de la actualidad y sus intereses en componenda con las
otras fuerzas sociales, que no es el pueblo, -insisto- entran en comunión para
obtener un gobierno que los beneficie. Entre esos poderes reales está el
sistema financiero mundial, la red de narcotráfico y el control social que
ejerce el consumo de sustancias que alteran los estados de la mente y otros;
quienes juegan con los oponentes a la contienda electoral para ver cómo se
acomodan sus intereses, no los del pueblo.
Con los años mis
hijo/as crecieron, en otra ocasión les propuse la misma mecánica, ellos rieron
y me dijeron, que por lo menos debía anotar el número ganador en un papel. Con
más sagacidad les contesté que no tenía sentido, porque si no había recursos
para comprar el helado, para que hacer elecciones. Acá dejo una lección básica
para una democracia infantil, donde no tiene razón el voto. #noalvoto.
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