El tiro fue certero, la bestia cayó de forma lenta,
pesada. El segundo -desde que apretó el gatillo hasta el instante en que el
proyectil penetró el cráneo del animal- se vistió de muerte. Los amigos lo
palmearon en la espalda, lo felicitaron por su puntería. El cazador complacido -como
el predador más exitoso de todas las especies del planeta- brindó con los compañeros,
alzó su copa y rió groseramente por la muerte.
Luego se volteó, le entregó el arcabuz
al noble, para que éste practicara su puntería. Con menos pericia pero con
actitud de vencedor, aquel aristócrata disparó. La bala erró, hirió de forma
dolorosa a la bestia pero no murió. El elefante corcoveó herido y se alzó sobre
sus patas traseras, enfurecido se lanzó sobre el campamento. Hubo pánico por
unos segundos, hasta que el cazador, le arrebató el rifle y con la pericia
propia de un experto disparó al animal que se desplomó al instante. Después le
dijo, “mi noble señor, con estos animales no se juega, son bestias de caza,
para que nos divirtamos”. Todos los invitados celebraron la ocurrencia del
cazador. Al final del día, la estepa se vistió de buitres, hambrientos
carroñeros se abalanzaron sobre el elefante, el cual en pocos días fue un
recuerdo en la manada, era el gran blanco. Así lo apodaban los lugareños.
El noble volvió a su vida, colocó los colmillos
-como prendas del triunfo- en la sala de estar de su castillo, de cuando en cuando
algún visitante admiraba el tamaño y la blancura del marfil. Él se vanagloriaba
de su éxito, al final, nadie podía dudar de sus hazañas si él era un noble de
la más alta alcurnia.
Aquel noble, una noche soñó con un elefante enfurecido que
vagaba por los jardines de palacio, derribando las hermosas estatuas de mármol,
pisoteando la hierba y se dirigía a su habitación. Sobresaltado, en el estupor
de un sudor frío, se despertó. Meditó por unos instantes en la pesadilla y se
volvió a dormir. En el sueño, volvió a soñar que él, ahora, era un rey de un
hermoso y lejano país. En sus funciones de monarca hubo de aceptar una
invitación para ir de cacería. En la ansiedad del viaje, por los recuerdos de
su anterior safari, imaginó que un enorme elefante de inmensos colmillos
blancos lo atacaría. Volvió a despertar, era la madrugada y no había clareado.
Suspiró. Luego recordó que estaba de viaje, que había aceptado la invitación
para ir de cacería. Ansioso esperó la hora de claridad. Se vistió lento, se
puso sus polainas, las botas de cuero y un ujier le llevó su fusil.
Antes de la hora de la muerte, pasó por la cocina improvisada
del campamento, pidió un café y se reunió con los otros cazadores. Armados
hasta los dientes y con mira telescópica, los hombres salieron a su faena. En
el calor del día, a la mitad de la sabana, se detuvieron y un guía les anunció
que allí estaban las presas, era una pequeña manada de elefantes. El primer
disparo lo hizo el cazador, todo un éxito, la bestia cayó y la manada no se
inmuto. Los elefantes siguieron pastando con la calma de la vida. Le tocaba su
turno, volvió a errar el tiro. Hubo una estampida, se aterrorizó, tropezó con
torpeza, se rompió una pierna. Un asistente lo ayudo a salir del pánico. Horas
más tarde, en la sala de un hospital, se anunció que el rey estaba herido, tuvo
un accidente cuando cazaba elefantes.
La prensa se volcó indignada, la noticia se
esparció como pólvora y el monarca dio una breve declaración: “lo lamento,
estuvo mal, no lo volveré a hacer.” Aquella noche, en la soledad de su
habitación se durmió y soñó con un elefante que vagaba apaciblemente por los
jardines de palacio.
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