lunes, 15 de junio de 2015

Matar un elefante, un gran blanco / Rey Juan Carlos



El tiro fue certero, la bestia cayó de forma lenta, pesada. El segundo -desde que apretó el gatillo hasta el instante en que el proyectil penetró el cráneo del animal- se vistió de muerte. Los amigos lo palmearon en la espalda, lo felicitaron por su puntería. El cazador complacido -como el predador más exitoso de todas las especies del planeta- brindó con los compañeros, alzó su copa y rió groseramente por la muerte.

Luego se volteó, le entregó el arcabuz al noble, para que éste practicara su puntería. Con menos pericia pero con actitud de vencedor, aquel aristócrata disparó. La bala erró, hirió de forma dolorosa a la bestia pero no murió. El elefante corcoveó herido y se alzó sobre sus patas traseras, enfurecido se lanzó sobre el campamento. Hubo pánico por unos segundos, hasta que el cazador, le arrebató el rifle y con la pericia propia de un experto disparó al animal que se desplomó al instante. Después le dijo, “mi noble señor, con estos animales no se juega, son bestias de caza, para que nos divirtamos”. Todos los invitados celebraron la ocurrencia del cazador. Al final del día, la estepa se vistió de buitres, hambrientos carroñeros se abalanzaron sobre el elefante, el cual en pocos días fue un recuerdo en la manada, era el gran blanco. Así lo apodaban los lugareños.

El noble volvió a su vida, colocó los colmillos -como prendas del triunfo- en la sala de estar de su castillo, de cuando en cuando algún visitante admiraba el tamaño y la blancura del marfil. Él se vanagloriaba de su éxito, al final, nadie podía dudar de sus hazañas si él era un noble de la más alta alcurnia. 

Aquel noble, una noche soñó con un elefante enfurecido que vagaba por los jardines de palacio, derribando las hermosas estatuas de mármol, pisoteando la hierba y se dirigía a su habitación. Sobresaltado, en el estupor de un sudor frío, se despertó. Meditó por unos instantes en la pesadilla y se volvió a dormir. En el sueño, volvió a soñar que él, ahora, era un rey de un hermoso y lejano país. En sus funciones de monarca hubo de aceptar una invitación para ir de cacería. En la ansiedad del viaje, por los recuerdos de su anterior safari, imaginó que un enorme elefante de inmensos colmillos blancos lo atacaría. Volvió a despertar, era la madrugada y no había clareado. Suspiró. Luego recordó que estaba de viaje, que había aceptado la invitación para ir de cacería. Ansioso esperó la hora de claridad. Se vistió lento, se puso sus polainas, las botas de cuero y un ujier le llevó su fusil. 
Antes de la hora de la muerte, pasó por la cocina improvisada del campamento, pidió un café y se reunió con los otros cazadores. Armados hasta los dientes y con mira telescópica, los hombres salieron a su faena. En el calor del día, a la mitad de la sabana, se detuvieron y un guía les anunció que allí estaban las presas, era una pequeña manada de elefantes. El primer disparo lo hizo el cazador, todo un éxito, la bestia cayó y la manada no se inmuto. Los elefantes siguieron pastando con la calma de la vida. Le tocaba su turno, volvió a errar el tiro. Hubo una estampida, se aterrorizó, tropezó con torpeza, se rompió una pierna. Un asistente lo ayudo a salir del pánico. Horas más tarde, en la sala de un hospital, se anunció que el rey estaba herido, tuvo un accidente cuando cazaba elefantes.

La prensa se volcó indignada, la noticia se esparció como pólvora y el monarca dio una breve declaración: “lo lamento, estuvo mal, no lo volveré a hacer.” Aquella noche, en la soledad de su habitación se durmió y soñó con un elefante que vagaba apaciblemente por los jardines de palacio. 



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