Cada mañana -por
muchos siglos- en la parroquia de la esquina han repicado las campanas sonoras que
convocan a los feligreses a participar de la misa. Los domingos, los letrados
de la fe inventan un templo moderno con visores virtuales y bandas en vivo para
que los hermanos acudan a oír la alabanza. Imagino que en el centro de la
ciudad de la Meca, las sirenas de una mezquita anuncian la hora santa y los
hombres acuden descalzos para invocar a su deidad, quien les debe otorgar sus
favores a cambio de estos actos.
Todos los seres
humanos -de una u otra forma- se adhieren a los rituales de la comunidad o el
país donde nacieron o, incluso, algunos -los menos- los niegan o cuestionan. Porque
se tiene por sentado que la fe es una predisposición en cada habitante, aunque
no comprenda muy bien las formas de cómo funciona ésta.
La mayoría de
las veces son ovejas que acuden al matadero de la palabra. Pero, si los fieles
no acudieran a estos actos rituales la vida seguiría igual: el sol iluminaría
el ocaso, el semáforo de la esquina
impondría el ritmo del tránsito en la ciudad,
las personas acudirían al trabajo, los niños asistirían a la escuela y
todo sería lo mismo. Por ende, los sacerdotes, pastores y demás intermediarios
de los ritos religiosos perderían sus empleos remunerados.
De esa
afirmación, comprendemos que la vida seguiría su curso normal. Sin embargo, muchas personas -la mayoría-
tienen la necesidad de reafirmar un “no sé qué”, para que su vida tenga sentido;
que va desde orar a gritos con los ojos cerrados, fustigarse con una vara o golpearse
el pecho para citar algunas prácticas. Actos de contrición que le crean un
equilibrio emocional a la persona que los realiza, podrán tener sentido para la
misma, pero no ordenan el universo ni le cambian el rumbo a las estaciones.
En tal sentido,
parece ridículo -como objeto de burla para un país laico- que cada cuatro años
el ciclo infernal de la corrupción inicié con un tedeum y la prédica de tal o cual pastor. Es una aberración, a
menos que el dios que bendice esos actos sea el dios de la corrupción. De esa
cuenta, los fieles creyentes con su cura
o pastor sean los mismos ingenuos interesados que van a misa o a la prédica los
domingos, quienes -insisto- sin comprender muy bien cómo funciona la fe,
necesitan aferrarse a una tabla ante el naufragio espiritual que los contiene,
porque la vorágine de descomposición humana de nuestra sociedad los orilló a
esa percepción de la vida.
O peor aún, esta
sociedad nuestra está tan llena de actos corruptos que bendicen el pastor y el
cura o ¿serán los intereses ocultos? Como la no fiscalización de los diezmos y
ofrendas que permiten crear líneas para el lavado de dinero y se justifican con
los misterios del más allá, con sus bienes y castigos. Así los devotos
practicantes -con sus curas y pastores- callan porque, al final, les conviene que
parte del Estado funcione así, porque reparte la riqueza de otra forma
desigual.
En consecuencia,
querido lector, debemos recapacitar sobre las acciones de los presidentes para
que no se repita la misma historia cada
cuatro años.
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